Sunday, October 22, 2006

El Wittgenstein mísitco del Tractatus.

1. El mundo es todo lo que acaece. 1.1 El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. 1.11 El mundo está determinado por los hechos y por ser todos los hechos. 1.12 Porque la totalidad de los hechos determina lo que acaece y también lo que no acaece. 1.13 Los hechos en el espacio lógico son el mundo. 1.2 El mundo se divide en hechos. 1.21 Cualquier cosa puede acaecer o no acaecer y todo el resto permanece igual.
4. El pensamiento es la proposición con significado. 4.001 La totalidad de las proposiciones es el lenguaje. 4.002 El hombre posee la capacidad de construir lenguajes en los cuales todo sentido puede ser expresado sin tener una idea de cómo y qué significa cada palabra. Lo mismo que uno habla sin saber cómo se han producido los sonidos singulares. El lenguaje corriente es una parte del organismo humano, y no menos complicada que él. Es humanamente imposible captar inmediatamente la lógica del lenguaje. El lenguaje disfraza el pensamiento. Y de tal modo, que por la forma externa del vestido no es posible concluir acerca de la forma del pensamiento disfrazado; porque la forma externa del vestido está construida con un fin completamente distinto que el de permitir reconocer la forma del cuerpo. Las convenciones tácitas para comprender el lenguaje corriente son enormemente complicadas.

6.41 El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y si lo hubiera no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así. Pues todo lo que ocurre y todo ser-así son casuales. Lo que lo hace no casual no puede quedar en el mundo, pues de otro modo sería, a su vez, casual. Debe quedar fuera del mundo.

6.4311 La muerte no es ningún acontecimiento de la vida. La muerte no se vive. Si por eternidad se entiende no una duración temporal infinita, sino la intemporalidad, entonces vive eternamente quien vive en el presente. Nuestra vida es tan infinita como ilimitado nuestro campo visual.
6.432 Cómo sea el mundo es completamente indiferente para lo que está más alto. Dios no se revela en el mundo.
6.44 No es lo místico cómo sea el mundo, sino que sea.
6.5 Para una respuesta que no se puede expresar, la pregunta no puede tampoco expresarse. No hay enigma. Si se puede plantear una cuestión, también se puede responder.

Friday, June 02, 2006

Una reseña en la revista de pensamiento Pliegos de Yuste escrita por Domingo Hernández sobre el libro de Félix Duque "Terror tras la postmodernidad"

La pérdida del dolor

Félix DUQUE: Terror tras la postmodernidad .Madrid, Abada, 2004.

El Félix Duque de sus últimos libros, y especialmente el de los dos de Abada, Contra el humanismo (2003) y el que ahora nos ocupa, es distinto de los Félix Duque anteriores. No se trata de los temas, por supuesto, sino del tono, del modo de afirmar. Parece como si todo lo hecho antes le permitiese decir las cosas más taxativamente, como si su pensamiento y su discurso fuesen más rápidos, más fluidos, sin perder un ápice de su habitual profundidad. Quizá nos lo parezca a los que venimos leyendo los libros de Duque desde hace tiempo, pero el caso es que sus últimos escritos son (todavía) más políticamente incorrectos. Seguramente sea eso lo que los haga tan apasionantes, en especial si se tiene en cuenta que a esa característica ha de sumársele algo mucho más importante: su necesidad. Tanto Contra el humanismo como Te r r o r tras la postmodernidad —que, en mi opinión, han de leerse unidos— son libros necesarios, valientes, y no sólo por lo que dicen, sino también, sobre todo, por el momento en que lo hacen.
El terror del que habla Duque, siempre en el plano artístico, aparece definido «como el sentimiento angustioso surgido de la combinación, inesperada y súbita, de lo sublime y lo siniestro» (15). Actuando a modo de cortocircuito, el terror impide toda domesticación, remite a lo inhóspito, a lo inhumano y ajeno. Se trata, por tanto, de un sentimiento que muestra lo más íntimo, lo más propio del individuo al situarlo frente a un otro completamente otro. Tal carácter es, precisamente, el que impide la conversión del terror en una simple representación horrorosa del dolor.
En efecto, el terror tiene como principal adversario al horror, un sucedáneo típicamente postmoderno dominado por las repetitivas alusiones a lo abyecto en forma de vómitos, excrementos y todo tipo de sanguinolencias. Banalización del tema que, sin embargo, no tiene su mayor peligro en una pretenciosa y, en el fondo, falsa, presentación de lo real. El problema se encuentra en que tal cúmulo de horrores en el arte y la cultura «obtura la representación del terror» (36). Y ésta es la clave en la investigación de Duque, clave que se articula en múltiples interrogantes: ¿cómo remontar el horror?, ¿cómo evitar la inhibición, la anestesia del dolor?, ¿cómo impedir la falsa inocencia, cómo el enmudecimiento artístico ante el terror?
Ante estas cuestiones, el libro de Duque se transforma. Desde lo que parecía una lúcida crítica a algunos ejemplos de horror postmoderno (Robert Gober, Ni ki de SaintPhalle, Cindy Sherman) en comparación con expresiones genuinas del terror (Gerhard Richter, Marina Abramovich), o una desenmascaradora lectura de propuestas supuestamente revolucionarias (Debord, Hakim Bey), se accede a un ámbito que supera el artístico. Que el arte haya «enmudecido ante el terror» (101), el terror de los atentados del 11-S o del 11-M, no sólo minimiza la fecundidad estética del horror postmoderno. Casi podría afirmarse que eso es lo de menos, pues la conversión artística del terror en facilona, ingenua representación del horror, es índice de algo mucho más serio: la anestesia global, la inhibición total del dolor y la reflexión sobre él, la aparición constante de modelos analgésicos.
«Actualmente es difícil sentir físicamente el dolor: siempre hay a mano analgésicos o anestesia. Bien está. Pero inhibir el dolor es inhibir la memoria de la colectividad humana, algo así como pretender evitar el envejecimiento mediante una languidez programada de la existencia» (82), afirma Duque. Y es esa cultura del desenfado, de la inhibición y la pantalla, la que recae en el peligroso sentimentalismo contemporáneo. Táctica de inocencia, «ética de los falsos consuelos» (106) que nos tranquiliza a todos mediante múltiples estrategias humanitarias y que tienen siempre la misma intención: negar al otro como otro y convertirlo en imagen, nuestra imagen. Es el momento en el que «el dolor del otro se ha hecho incomprensible» (104), precisamente porque de eso se trata, de evitar por todos los medios que se comprenda.
Las páginas finales del libro de Duque, en general el último capítulo («Buscando un modo de convivir en Nueva Babel»), se convierten así en un desmenuzamiento doloroso de las sociedades y culturas contemporáneas, doloroso precisamente por mostrarnos, por lanzarnos a la cara los peligros de la transformación del terror en horror y la consiguiente política de la inhibición. Y esos peligros no son baladíes, pues lo que está en juego es la desaparición de una comunidad real al esconder la presencia de otros verdaderamente otros, distintos, diferentes. Duque pone el dedo en la llaga una y otra vez al desnudar sin piedad las estrategias tranquilizadoras que nos rodean. Tal es la mayor aportación del texto: decir lo que habitualmente no nos atrevemos a reconocer, desenmascarar una a una esas «retóricas de la simulación» (106) que nos mantienen tan sosegados, y hacerlo, precisamente, aceptando que no es algo agradable. Por eso decía más arriba que Terror tras la postmodernidad es un libro políticamente incorrecto, pero también completamente necesario, sobre todo por su valentía.

Domingo Hernández Sánchez.

Pliegos de Yuste ISSN: 1697-0152
Revista multiligüe de cultura y pensamiento Europeo
Todos los Derechos Reservados - Fundación Academia Europea de Yuste

Sunday, May 14, 2006

Kant y Hegel en el contexto crítico de Nietzsche


Este texto introductorio intenta sumergirnos en la tarea de un hombre subterráneo, del subsuelo, que anda minando y socavando los cimientos de la arquitectónica de la moral; pero no deja de albergar la esperanza de que algún día amanezca sobre su madriguera la aurora nunca vista de una moral compleja, construida sobre los escombros de la anterior, y sobre ese substrato removido por la sospecha del hombre topo.
Se trata este de un trabajo maldito, arduo y lento.
Maldito y arduo a causa del atrevimiento al cuestionar no ya la moralidad o los principios morales, no ya a desenmascarar una falsa moralidad, sino la “verdadera virtud”, la misma esencia de lo moral, que ha quedado resguardada de toda objeción gracias al plano eidético e inaprensible de la tradición metafísica.
Tal vez, lo que más inquiete al autor, es la intuición de que estos principios se han hecho cada vez más implícitos y abstractos en la medida en que ha ido refinándose nuestro sentido moral hasta alcanzar un facto incuestionable de razón; él único si cabe que es, además, forma general de toda máxima que se de a sí misma la voluntad.
Así nos dice el filósofo que la moral sabe “entusiasmar” de tal manera que es capaz de paralizar cualquier crítica o incluso, en un movimiento contradictorio, plegarla a sus condiciones. Tal es el caso del perfume a piestismo de la crítica total a la razón realizada por Kant, una crítica tan total que la misma razón es objeto de investigación racional. De esta manera se revuelve contra sí misma, para inferir que el conocimiento de nuestra moralidad es un facto ya dado de razón en nosotros y que, además, es la condición de posibilidad del juicio moral, externa al propio juzgar y eminentemente a priori. De aquí inferimos la necesidad kantiana de separar los ámbitos del fenómeno y del noúmeno.
En la praxis moral kantiana la forma general de toda ley se da en el ámbito de la razón pura tan cortésmente criticada, que es el plano del noúmeno incondicionado por toda temporalidad causal y que permite, ya en el acontecer de la representación fenoménica que nuestras acciones, plegadas a la observancia de la incondicionada ley moral, se emprendan por libertad y conformen una cadena causal libre. Solo la conciencia del deber dada como un hecho en nosotros, nos hace conscientes de nuestra propia libertad; y solo la libertad funda nuestra praxis moral. Aquí tenemos la contradicción: libres para actuar moralmente en un mundo determinado por leyes causales.
Cuando ya parecía que el pensamiento alemán se había desembarazado de antiguas metafísicas morales, de religiones tronantes y crueles que grababan a fuego sus leyes en la piedra, de mandatos de reyes y gobiernos absolutistas, encontramos un uso de la moral aún más férreo que ningún totalitarismo europeo, el de la tiranía de la razón, el de estar siempre en el juego del deber y de la responsabilidad, el de la autonomía de la voluntad que nos devuelve a una nueva separación de mundos, y una nueva exigencia de una arquitectónica perenne, más allá de la temporalidad y la relatividad de la historia del hombre. Ahora la más alta facultad en el hombre que es la razón nos hace así legisladores, porque el acceso a la forma de toda ley está en nosotros: es, de hecho, lo que nos constituye en tanto que seres racionales.
Podemos abstraer de la temporalidad y la contingencia de nuestro actuar las pautas inmutables para una construcción moral al obligarnos a hacer de nuestras máximas, la manera en que enunciamos nuestras inclinaciones morales, la norma universal. Por eso la labor Kantiana es arquitectónica, porque pone el armazón legislativo para el uso legítimo de la razón práctica sobre la contingencia del actuar, sobre la heteronomía de la voluntad, sobre el fenómeno, sobre el accidente, el cambio, el deseo, el capricho...
La filosofía trascendental descubre condiciones que permanecen fuera de lo condicionado por ellas, así descubre Nietzsche que los principios de la moral y el conocimiento son externos, no internos, no genealógicos. La crítica Kantiana no alude a las fuerzas que configuran la moral y el conocimiento, sino solo a su condición de posibilidad. De ahí la suavidad crítica que denuncia Nietzsche: Kant no bucea bajo los abismos de lo auténticamente moral, epistémico, y religioso para hacer sacar a la superficie sus miserias. No hay una exigencia de la génesis de la propia razón, del entendimiento y sus categorías.
Solo la voluntad de poder como principio genético, genealógico y legislativo puede proceder a una crítica de la transmutación.
Pero también encontramos en Nietzsche una filosofía legisladora, una filosofía que llamará para el “futuro”. Entendida la legislación no como un plegarse a lo propio de la voluntad que es la razón, sino como un acto artístico de creación de valores.
El filósofo en tanto que filósofo no es un sabio, ha dejado al fin de obedecer para triturar antiguos valores y crear otros nuevos. Su ciencia es legisladora en este sentido.
En cambio, la legislación kantiana es aquella manera sibilina de unir al legislador con el sujeto y al sacerdote con el fiel (Gilles Deleuze en “Nietzsche y la Filosofía”) en tanto que una nueva teología renovada al gusto pietista. Kant no suprime la distinción entre el mundo sensible y el inteligible, entre cielo y tierra como haría Hegel, del que luego hablaremos; mantiene la fractura del ser en la interiorización de la norma moral de tal manera que aquellas doce tablas de la ley del viejo testamento queden reducidas a una sola y ya no sea necesaria la presencia sobrenatural de lo numinoso para hacernos tener fe en lo suprasensible.
La voluntad de poder supone oponer a esta razón práctica el pensamiento, anterior a la metafísica y al logos del griego. Un pensamiento que reconquiste sus derechos a la razón y se haga legislador. Encontramos en los caminos del bosque de Heidegger un párrafo final a colación sobre la frase de Nietzsche <>:
“¿Y el oído de nuestro pensar? ¿No oye todavía el clamor? Seguirá sin oírlo durante tanto tiempo como no comience a pensar. El pensar sólo comienza cuando hemos experimentado que la razón, tan glorificada durante siglos, es la más tenaz adversaria del pensar.”
¿A qué tipo de pensamiento alude el Nietzsche de Heidegger y el propio Nietzsche?
A aquel que se pliega al amor fati: El amor al destino y el azar. Un pensamiento que reconoce la afirmación del azar y la necesidad en contraposición al sueño de la razón, que consiste en confiar en la probabilidad y las leyes causales la combinación justa y deseable; el de la razón suficiente, la del disponer y calcular, aquel que más tarde se constituiría como la esencia de la técnica (Gestell). Nietzsche nos informa que la labor de la razón trata de conseguir ese objeto oculto tras la tela de araña de la causalidad.
¿Y qué se esconde tras la razón? La pretensión de verdad, la voluntad de verdad que no es más que ese resentimiento nihilista que nos obliga a forzar el azar en múltiples tiradas de dados para conseguir el resultado idóneo, y la mala conciencia que quiere tender hacia la finalidad de un bien en toda causalidad.
El pensamiento de Nietzsche, en cambio, quiere todo el azar de una vez; en una sola tirada divina que sea la primera y única, para afirmarla necesariamente, en tanto que designador rígido de todo mundo posible. Si no es esa la tirada no es ninguna. Quiere hacer del azar la necesidad para constituirlo en destino.
De aquí, claro está, se desprende toda una nueva metafísca de la moral. La de la afirmación heroica del destino, la del artista de los valores que baila ligero sobre los pliegues y las arrugas de la tierra, que es su vida.
Una metafísica que sitúa la voluntad de poder del artista, su potencia genealógica, como descubridora de la configuración de fuerzas y genética en tanto que destructora y creadora, como determinación general de todo ente. Es, en definitiva, la última de las metafísicas; la que sitúa en estado de indigencia y ruina toda la tradición de la que ha surgido, como se pregunta nuestro filósofo en este texto de la introducción a Aurora:
“¿De qué proviene, pues, que desde Platón todos los constructores filosóficos han edificado en falso; que todo amenace ruina o se encuentre ya perdido entre los escombros todo aquello en que ellos mismos creían, leal y seriamente, ser “aere perennius”?”

La interioridad de la ley. La virtud verdadera hecha disposición vital. El saberse bueno, malo y peor con independencia de tus hábitos y tu historia personal. El pecado, el arrepentimiento y la redención. Perdonar y perdonarte.
A todo esto se opone la tesis de Nietzsche, donde encontramos un eterno retorno en el que cualquiera de nuestros actos tiene la misma importancia que lo más importante, imposibilita la redención, la cura de nuestra pecar; no es posible regresar atrás en una economía de la compensación. No hay una cosa por la otra. Nuestros actos discurren circulares en el devenir de la historia. Decir una vez sí es decirlo eternamente.
El cristiano puede hacer oscilar la balanza de acciones y reacciones hasta un equilibro racional, volver a resucitar el eje entre el bien y el mal del mundo gracias al arrepentimiento al que nos abre camino la interioridad de la norma de la ley moral.
Como he dicho antes, Nietzsche comprende esto como una enfermedad de la moral, porque la verdadera virtud es máscara que oculta el substrato de este mundo como
voluntad de poder, la cual es nihilismo en sentido activo, es creación de valores desde la eterna afirmación de un mundo que no concede una razón suficiente a cada una de las vicisitudes que nos acontecen.
El romano alza la esponja empapada de vinagre hacia los labios del crucificado y éste la rechaza en un gesto agrio; pero la moral heroica del filósofo de la transvaloración es más dura aún, y más comprometida que dos mil años de cristianismo y metafísica de los valores. Nietzsche bailará sobre sus cadenas y sus clavos, y ya en la cruz aceptará mil veces mil la esponja y el vinagre, con esa jovialidad de los personajes trágicos del griego, con la sobreabundancia de salud de un Dionisos mistérico que se cubre bajo el rostro de aquél joven y poderoso dios que hiere de lejos (Apolo). Otra lectura de Nietzsche en la Genealogía de la moral nos encontramos:

"El propio Dios ofreciéndose en sacrificio para pagar las deudas del hombre, Dios pagándose en sacrificio, Dios consigue él solo liberar al hombre de lo que, para el propio hombre, se habría convertido en irremisible"
( Genealogía de la Moral, III, 18).

Pasamos a considerar ahora el pesimismo de la moral en la invocación de Nietzsche a Rousseau, la Francia revolucionaria, Kant y sobre todo en Hegel.
En el texto encontramos a un Kant deudor de ese Rousseau del estado natural idílico del hombre como asociación equitativa, una idea que subyacía bajo el estandarte del jacobinismo de Robespierre. En definitiva el imperio de la razón que, mientras en Francia se llevaba a cabo en movimientos sangrientos y confrontaciones violentísimas, se gestaba en Alemania en el seno de las universidades.
En el poema satírico de Heine “Alemania”de inspiración marxista, encontramos una crítica similar a la aquí expuesta por Nietzsche de la revolución intelectual de corte ilustrado que se vivió en Alemania: mientras que Inglaterra en su revolución industrial necesitaba un espíritu para un cuerpo construido de acero y vapor, Alemania, toda ella espíritu a causa de Kant y el idealismo posterior, necesitaba de un cuerpo que la objetivase.
Aquí tenemos otra vez la contradicción entre una ley moral abstracta y los hechos incuestionables de la historia que el filósofo del martillo nos expone mordazmente en el hilo que tiende entre la crueldad de la revolución francesa para un imperio racional y la crítica de la razón práctica, de austera y pacífica génesis, por una arquitectónica racional de la moral. Aquí es cuando es invocado el nombre de Hegel con sutileza como máximo ideólogo del pesimismo de la contradicción. Creer porque es absurdo, creer porque es contradictorio es la máxima de la teodicea alemana y europea. El plegarse de la razón absoluta al devenir de la historia es la respuesta de Hegel a la explicación de cómo es posible el mal en el mundo bajo un contexto absolutamente racional. Así encontramos como Hegel da un nuevo sentido a las palabras del Mefistófeles de Goethe en su fenomenología en palabras de Eusebi Colomer:

“Yo soy el espíritu que siempre niega,
y con razón, ya que todo lo que existe
merece ser destruido”

En el sentido de que esta negación es positiva: todo tiene que ser destruido en su inmediatez para que llegue a su plenitud. Entendemos que así la teodicea de Hegel se resume de nuevo en palabras de Mefistófeles como:

“Una parte de aquella fuerza
que siempre quiere el mal y siempre hace el bien”.


¿Y por qué deviene pesimismo esta (aparente) contradicción entre historia y razón, entre ser y deber ser? Precisamente por eso, por ser contradicción, en el momento en que se hace necesaria una explicación del porqué del mundo, esta explicación atiende a un proceso en que se trata de identificar el ser abstracto con la nada de la concreción y la multiplicidad de manera que el ser como espíritu siempre quede vencedor. Pero para Nietzsche esto es negar el mundo de la vida en el sentido de negación del devenir y el azar. Si entendemos que nada hay que no sea racional en el mundo, ya desde Lebniz o Hegel como un todo integrado en las partes que refleja lo absoluto racional del devenir, estamos haciendo una apología de la fe en tanto que todo se despliega hacia lo sumamente racional y de manera sumamente racional con independencia de la evidencia de dolor y mal en el mundo.
En la fase anterior al desplegarse de la razón Kant separaba el ser de sí mismo impidiéndole devenir substancia, concreción como atestiguamos en la diferencia del plano noménico del fenoménico y el ser del deber ser (en la terminología de Hegel ser en sí y ser para sí). Para Hegel el tiempo es el de la metafísica de la Historia, entendida esta como Historia del ser en tanto que espíritu (Gesit) quien restituirá la fractura ontológica entre ese ser en sí y para sí. El tiempo, así ya no será forma pura de la intuición sensible, como lo es en Kant, sino que se subordinará al despliegue ilimitado de la idea, esto es: el proceso dialéctico. Así se explica que esa separación mantenida por Kant del ser y del deber ser no será más que una fase para la teodicea hegeliana. Todo será racional pese a que los hechos de la historia demuestren lo contrario. Si seguimos parafraseando la crítica de Heine a su tiempo encontramos que Alemania vivió un tiempo de revolución intelectual mientras europa entera se debatía en guerras cruentas por la racionalización burguesa, no obstante Alemania tendrá su momento bélico de expansión de su racionalidad sobre la historia visto desde la contradicción como motor, y todos los Kantianos de las universidades alemanas que abogaban por la ley moral y la autonomía de la voluntad como depositaria del facto de razón, en medio de una revolución intelectual, pasarán a imponer la razón en la historia mediante instrumentos como la guillotina, tal que hicieran sus camaradas franceses. Pero no vivió Heine para asistir a su profecía en las trincheras de la guerra rápida, o en los campos de exterminio, donde tal vez al fin Alemania encontraría su cuerpo para esa ahora razón poética post-kantiana del manifiesto romántico de Hölderlin, Shelling y Hegel. Es este un movimiento del espíritu del que se hace cargo también Nietzsche en nuestro texto: “… una posibilidad de la verdad, detrás del célebre principio fundamental de la dialéctica, por el cual Hegel favoreció en otro tiempo la victoria del espíritu alemán sobre Europa –“La contradicción es el motor del mundo; todas las cosas se contradicen a sí mimas”-, pues somos, hasta en la lógica pesimistas”.



Entre enemigos

Allí el cadalso, aquí la cuerda
y del verdugo la roja barba,
-gente en torno, miradas venenosas-
¡Nada de esto me sorprende!
Lo sé ya por mil andanzas,
y riendo os lo grito a la cara:
¡Inútil, inútil es colgarme!
¿morir? ¡Yo no puedo morir!

¡Mendigos! Para envidia vuestra tengo
lo que nunca heredaréis:
Yo sufro, sí, sufro,
mas vosotros ¡moriréis, vosotros moriréis!
Aun tras cien trances de muerte
-aire soy, aliento y luz-
¡Inútil, inútil es colgarme!
¿morir? ¡Yo no puedo morir!



Bibliografía Básica:

Deleuze, Gilles, Nietzsche y la filosofía, Anagrama, Barcelona, 1971.
Pardo, José Luis, La metafísica, Pre-Textos, Valencia, 2006.
Colomer, Eusebi, El pensamiento Alemán de Kant a Heidegger, tomos I y II, Herder, Barcelona, 1986.
Heidegger, Martin, Caminos del bosque, Alianza Editorial, Madrid 1995.
Nietzsche, Friederich, Aurora, Alianza editorial, Madrid 1999.